Mensajes de diversas orígenes
jueves, 14 de septiembre de 2023
Los santos acuden al rescate del pequeño remanente que sigue al Cielo
Mensaje de San Antonio de Padua dado a Mario D'Ignazio, Vidente del Jardín Bendito de Brindisi, Italia, el 3 de agosto de 2023

Reza, reza. Despoja a Dios del yo distorsionado.
Pon a Dios en el centro de tu vida. Abandona el mundo, el mal, el pecado. Los santos acuden al rescate del Pequeño Remanente que sigue al Cielo, Iglesia de los Últimos Tiempos formada por miembros que se santificarán con el tiempo.
Purificaos rezando el Rosario. El Rosario obra milagros en vosotros.
Creed, creed en Jesús, el Buen Pastor. Él salva, libera, cura a los que Le invocan con corazón sincero.
Sigue a la Divina Madre, la Inmaculada Concepción, Reina y Corredentora. Ella fue el Primer Tabernáculo de Jesús, Primera Cristiana y Discípula de Cristo-Dios.
Ofrece rosarios, rosarios, rosarios.
Amad al Niño Jesús, adoradle, imitadle.
Los Tiempos son inicuos, llenos de maldad. Los diez reyes del Anticristo gobernarán el mundo. No temas, sigue adelante. No desesperes, sigue adelante.
No retrocedas, busca la paz del corazón. Alabad a Yahvé, alabad a Dios. El Anticristo vendrá al Final de los Tiempos.
Preparad los corazones para recibir el Espíritu Divino, el Nuevo Pentecostés estará allí. Rezad, amad, ayunad, reparad.
Encomendaos a Dios Padre Altísimo. Creed en el Evangelio, meditadlo.
Rezad por los que yerran. Corregid con caridad.
Rezad al Niño Jesús. Amén.
Oración al Niño Jesús
dada por San Antonio de Padua a Mario D'Ignazio el 3 de agosto de 2023
Divino Niño, Hijo Eterno del Padre, acepta mi oración.
Escucha mi súplica y concédela.
Sé para mí fuerza y protección en la prueba, en la angustia.
No me dejes solo, consuélame, líbrame de la iniquidad.
Purifícame, hazme uno contigo, Palabra Santa.
Gloria a Ti, honor y poder a Tu exaltado Nombre.
Bendíceme a mí y a toda la humanidad en peligro de perder la fe.
Guía a Tu rebaño, da paz a los corazones afligidos.
Amén.
San Antonio de Padua
Hace unos seiscientos cincuenta años, en Lisboa, capital de Portugal, nació un niño al que, en el bautismo, llamaron Fernando. Se le solía llamar Ferdi para abreviar.
Pronto resultó que Ferdi era un niño brillante. En la escuela iba muy por delante de los demás niños, y las respuestas que daba eran siempre correctas. Esto se debía a que prestaba mucha atención en clase. También leía todos los libros que caían en sus manos. Por eso es comprensible que cuando, a los quince años, a Ferdi le dieron a elegir entre ser oficial o estadista, no eligiera ninguno de los dos, sino que se fuera al monasterio sólo para poder seguir aprendiendo. De hecho, quería convertirse en un gran erudito.
Cuando Ferdi hubo estudiado durante ocho años, recibió la sagrada ordenación sacerdotal, y poco después iba a convertirse en profesor. Sin embargo, las cosas cambiaron. Justo en aquel momento, los restos mortales de cinco franciscanos, que poco antes habían sufrido el martirio como misioneros en África, fueron llevados de vuelta a Portugal con grandes festejos. Ante los cadáveres de los héroes de la fe, Ferdi llegó a la conclusión de que sería mucho más honorable convertirse en mártir. Por ello ingresó en la Orden Franciscana, y desde entonces tomó el nuevo nombre monástico de Antonio.
Desde la primera hora que Antonio pasó con los franciscanos, sintió deseos de ir a África como misionero, para sufrir el martirio por la fe lo antes posible. La ambición llevó al joven religioso por este camino erróneo; quería hacerse famoso, costase lo que costase.
Finalmente, los superiores cedieron a la persistente insistencia del esforzado. Alegremente, Antonio embarcó en Lisboa y navegó, como él pensaba, hacia la fama, pero las cosas resultaron de otro modo. Todo le salió mal. Llegó a África gravemente enfermo. Durante mucho tiempo osciló entre la vida y la muerte. No había posibilidad de predicar el Evangelio, ni de martirio, por lo que surgió en Antonio la convicción de que Dios no quería que fuera misionero. Al mismo tiempo, le invadía cada vez más el pensamiento de que la verdadera y real gloria de un cristiano consiste en la pobreza, la humildad y la bajeza. Lo mismo ocurría con Cristo, que era Dios y se hizo hombre. De ahora en adelante, por tanto, el joven de gran corazón quería luchar sólo por esta gloria.
Antonio volvió a casa. Pero una tormenta desvió el velero del camino correcto, y en vez de desembarcar en Lisboa, el barco quedó varado en la costa italiana. De nuevo, todo había salido mal, pero ahora Antonio se encontraba en el camino recto hacia la verdadera gloria cristiana en la humildad, pues en Italia nadie le conocía, nadie sabía de su erudición, y tan pobre se había vuelto que no tenía más que el hábito roto de su orden.
Entonces Antonio decidió caminar hasta Asís, donde por aquel entonces se reunía un gran número de frailes en torno al santo fundador de la orden, Francisco. El joven fraile se puso en camino, y cuando llegó a Asís, extraño y desapercibido, desapareció entre la multitud de frailes, pues nadie sabía nada de su erudición, y cuando la asamblea se dispersó, uno de los superiores, por bondad, se hizo cargo del fraile aparentemente ignorante y lo llevó a un monasterio pobre. Allí el forastero debía ayudar a los monjes mayores como hermano de servicio. Allí, pues, Antonio había encontrado la gloria en la humildad, según el ejemplo de Cristo.
Pero al cabo de un año, según la providencia de Dios, todo volvió a ser muy distinto. Érase una vez un primicentenario. Estaban presentes muchos frailes, franciscanos y dominicos, y el obispo pidió a uno tras otro que predicara un sermón solemne. Pero uno tras otro se excusaba, diciendo que no había estudiado el sermón y que no podía hablar sin prepararse. Por fin el obispo llamó al hermano Antonio, a quien todos creían ignorante. Antonio se resistió al principio, diciendo que prefería limpiar los platos de la cocina, que se le daba bien. Pero cuando el obispo insistió, el sencillo hermano empezó a hablar. Al principio habló simple y llanamente, de modo que los franciscanos ya empezaban a sentirse avergonzados ante los dominicos que estaban presentes. Pero entonces el fuego se apoderó del predicador, y habló tan cálida y esclarecedoramente que todos declararon después que nunca habían oído palabras tan gloriosas en su vida.
Desde aquella hora Antonio no tuvo descanso. En todas partes tenía que predicar. Allí donde aparecía, la gente acudía en tropel. A veces se contaban hasta treinta mil oyentes en sus sermones. Sus palabras eran bastante cortantes cuando era necesario. Pero más a menudo hablaba con amor y dulzura. Innumerables personas cambiaron de vida en respuesta a sus sermones. Desaparecieron la envidia y el odio, y donde antes proliferaban las malas acciones, florecieron las buenas obras. Antonio se ocupó especialmente de los pobres y los oprimidos, y sigue haciéndolo, porque de otro modo millones de personas no acudirían en miles de necesidades a quien se convirtió en uno de los mayores ayudantes de emergencia de todos los tiempos.
El 13 de junio de 1231, San Antonio murió en Padua, donde pasó la última parte de su vida y donde fue enterrado, tras una vida llena de trabajo al servicio de Dios y de los hombres.
Las profecías del Fin de los Tiempos dadas a Mario D'Ignazio, vidente del Jardín Bendito de Brindisi
Orígenes:
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